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La temeraria



Nº de páginas: 432
Editorial: Plaza & Janés
Idioma: Castellano
Encuadernación: Tapa dura / eBook
ISBN: 9788401032301 / 9788401034008
Año de edición: 2024
Plaza de edición: ES
Fecha de lanzamiento: 18/04/2024
Alto: 23.6 cm
Ancho: 15.3 cm
Grueso: 3.5 cm
Peso: 676 gr

La Temeraria no pretende ser una biografía imparcial, aunque siga de cerca los pasos de Urraca Alfónsez, la primera mujer que alcanzó el título de reina y emperatriz de pleno derecho no solo en León, sino en toda España y en Europa, desde el momento de su coronación, acaecida en el año 1109, hasta su muerte, en 1126.

Tampoco es esta una historia novelada en sentido estricto, por más que la mayoría de los episodios referidos a la soberana, incluidos los más crudos, estén consignados en documentos o crónicas de la época, a menudo puestos en su propia boca. He variado ligeramente las fechas de algunos acontecimientos en aras de agilizar el relato, pero su esencia forma parte de la Historia, con mayúscula. El modo de presentarlo, empero, corresponde a mi interpretación y difiere notablemente de lo que se recoge en los códices medievales. La luz bajo la cual aparece dibujada doña Urraca en estas páginas no se parece en nada a la que alumbró el juicio de sus contemporáneos, porque ellos la trataron con una crueldad despiadada, tanto en la vida real como en la narración de su reinado, ensañándose con ella por su condición femenina. Incluso la Historia compostelana o las Crónicas anónimas de Sahagún, supuestamente partidarias de la reina en su enfrentamiento a muerte con su propio esposo, Alfonso el Batallador, destilan una misoginia feroz. Los autores de esos textos cargan las tintas contra el rey aragonés, pero al mismo tiempo impregnan sus escritos de un prejuicio venenoso que en buena medida ha manchado la memoria de esta soberana hasta el día de hoy.

De haber sido varón, Urraca habría pasado a la posteridad con el sobrenombre de «el Audaz», «el Valiente» o «el Intrépido». Tratándose de una mujer, la hija de Alfonso VI y Constanza de Borgoña fue apodada «la Temeraria» por atreverse a defender con uñas y dientes el legado de su padre. Por hacer uso de todo el poder simbolizado en el cetro y la corona, con los que se hizo retratar a fin de exhibir ante el pueblo su determinación de reinar. En definitiva, por ejercer la función que se le había encomendado, con sus aciertos y sus errores, sus luces y sus sombras, como cualquier ser humano.

La mirada de Muniadona —el personaje que acompaña a la reina, escucha sus confidencias y nos relata sus aventuras— es la mía. Una mirada indulgente, comprensiva, amable. Una mirada cargada de respeto, admiración y cariño. Todo el respeto, la admiración y el cariño de los que no gozó en vida doña Urraca, quien honró el trono de León según su leal saber y entender a pesar de verlo convertido en un potro de tortura

“Pasé las jornadas siguientes procurando esconderme, evitando el trato con mis compañeras y pretextando tener fiebre para que me dejaran tranquila. A las preguntas de las más curiosas sobre lo ocurrido en los aposentos reales respondí cerrándome en banda, lo que me valió críticas ácidas que, bien lo sabía yo, podían acabar llegando a oídos de doña Eylo en forma de acusaciones tan graves como infundadas. La envidia y la maledicencia abundaban en nuestro mundo, sin que escapasen a ellas labriegos, siervos, clérigos o gentes de condición superior, en quienes tales pecados causaban consecuencias trágicas. Solían relacionarse esas prácticas desdeñables con nosotras, las féminas, aunque pese a mi corta edad yo ya intuía con claridad que dichos males eran comunes a todos los hijos de Dios. ¿Acaso no procedíamos de un mismo barro?

Mis labios estaban sellados, empero, no solo por el temor a sufrir represalias, sino porque de algún modo extraño yo interpretaba la franqueza con que doña Urraca se había expresado aquella noche en mi presencia como una muestra de confianza a la que solo podía corresponder entregándole mi lealtad.

«¡Qué disparate! —advertía otra parte de mi ser, más realista y sensata—. ¿De verdad crees que la reina de León confiaría en alguien tan insignificante? Ni siquiera recordará tu nombre. Y si lo hace, peor. ¡Guárdate de su venganza por haber osado escuchar lo que nunca debiste oír!».

Entre tanto, la vida en el castillo se desarrollaba con total normalidad, como si la disputa feroz protagonizada por Alfonso y Urraca no hubiera tenido lugar. Los esposos comían juntos, departían amablemente con el anfitrión y otros miembros de la nobleza presentes en el castillo, comentaban planes de futuro en lo relativo a la guerra contra el moro y daban buena cuenta del vino que los criados servían en las copas, cada vez más aguado e insípido, dado que el preciado caldo empezaba a escasear en la bodega sin que se anunciara una cosecha capaz de reponer las reservas.

Y es que esos días hacía un frío impropio de la estación, que ni braseros ni capas de piel bastaban para mantener a raya. En los campos el hielo causó estragos terribles en el momento de comenzar la vendimia, hasta el punto de echar a perder la mayor parte de la uva y transformar en ponzoña la que pudo recogerse. ¡Más valdría habérsela dejado a los pájaros! Pese a los muchos años transcurridos, aún conservo su acidez en mi boca y recuerdo los retortijones causados por aquel brebaje. ¡Ningún galeno ha mezclado nunca purga más eficaz!

¿Sería ese viento glacial una señal divina? ¿Un mensaje del Señor, contrario a unas nupcias que la Iglesia condenaba por sacrílegas? Decían que mi señora y su esposo compartían la sangre de su bisabuelo, Sancho el Mayor, motivo por el cual su enlace era odioso a los ojos de Dios. Hablaban de estupro y fornicación. Algunos presagiaban que semejante coyunda no podría acarrear nada bueno, que de esa abominación nacerían únicamente muerte y devastación. En aquel entonces yo no era capaz de atisbar semejantes tinieblas, aunque conociendo el modo en que don Alfonso se había comportado con su esposa, no era preciso ser adivina para saber que la unión traería ríos de llanto.

Ni en mis peores augurios habría imaginado, empero, la cantidad de sangre y dolor que iba a acompañar a las lágrimas.”

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